Álbum de un Excursionista   
por Jorge Lies   

Doña Nena
Doña Nena pertenece a otra época, una época en la que los amantes del cerro pernoctaban en su refugio a cambio de un paquete de arroz y mil afectos.
La habitante más antigua del cerro está próxima a cumplir 87 años.
Pionera en esto de dar albergue a aquellos peregrinos que no podían resistir la tentación del desafío del cerro. Pionera en afectuosos recibimientos, en gestos solidarios, en desinterés.
Nos recibió en su casa, allí entre la Iglesia y la Escuela. Nos recibió a su manera, derrochando hospitalidad en cada gesto y agradeciendo nuestra presencia.
Nos contó de su alegría por estar de nuevo en casa. Hacía muy pocos días que doña Nena había retornado de Córdoba, donde había permanecido casi un año buscando la cura para sus mil achaques. Y allí estaba de nuevo en casa, en su casa, en su cerro, porque como las piedras que identifican el sendero y las historias que colman de vida al Champaquí, doña Nena es parte, forma parte de un misterio de una atracción indescifrable que conduce al simple hecho de haber llegado a ese punto: el más cercano a las estrellas.
Nos despedimos y quedó en pie una invitación para la gran fiesta que se prepara para cuando doña Nena cumpla 100 años.
Dejamos atrás el refugio que poco a poco iba quedando envuelto en nubes. Hacía pocas horas habíamos hecho cima, y teníamos por delante un largo camino, un camino de 13 años hasta el retorno.

 

La cima
Cuenta la leyenda que un gaucho encontró el amor en la laguna que se forma en la cima del Champaquí. Se enamoró de una mujer que brotaba de las aguas, y sin poder resistir su atracción quedó atrapado para siempre allí, en la Laguna de la Novia.
La mañana en que llegamos a la cima la laguna era espejo de un cielo de un azul cercano a la perfección.
Se reflejaba en ella el pico que soporta a la cruz, y de los rayos de sol que rebotaban en sus aguas quietas se desprendían los destellos de ese amor encerrado en su lecho.
El valle de Calamuchita, y podíamos adivinar que Córdoba toda, se encontraba debajo de una espesa capa de nubes. El cielo despejado y azul era una exclusividad del cerro, y nosotros allí dispuestos para el asombro.
Después de recorrer cada uno de los vértices y sus emblemas, almorzamos, y mientras lo hacíamos descubrimos por su sombra gigantesca el vuelo reposado de un cóndor. Fueron muchos los cóndores que compartieron con nosotros ese ínfimo pedazo de cielo despejado. Muchos de ellos nos acompañaron en nuestra marcha de retorno aprovechando el azul que se abría marcando el camino.
Atrás quedaba el cerro presa de las nubes que al fin habían llegado, quedaba parte de nuestro esfuerzo y el perfume de una alegría calma: la de hacer cima, después de dos días de caminata.

 

El río Tabaquillo
Las notas preliminares que dieron origen a estos relatos fueron tomadas en una tarde de descanso, en una playa junto al paso calmo de las aguas del río Tabaquillo.
En la tarde del sábado 14 de Febrero, cuando la meta de la cima había sido superada, comenzamos el descenso que nos conduciría directamente al refugio de Nelio Escalante.
Esta vez el cruce obligado del río lo realizamos por un sitio en el que su cause ganaba muchos metros a lo ancho. Ya con algunas muestras de cansancio y sin ganas de desafiar el equilibrio natural tratando de imaginar puentes de piedras sobre el agua, es que con Guillermo decidimos descalzarnos y cruzar sus aguas.
Esa mañana había tenido mi primer contacto con el agua en una experiencia bautismal en pleno ascenso. Este era el segundo contacto.
Y resultó una mezcla de quedarme con las ganas de nadar y sumergirme y jugar en el agua cálida y cristalina, y de sentir al mismo tiempo que un torrente de vida se renovaba desde mis pies. Como que una poderosa energía ganaba terrenos al cansancio.
Alguien me dijo que era natural, que la activación de la circulación y esas cosas. Pero he preferido vivirlo y contarlo como una experiencia mágica, que se da allí en el lecho del Tabaquillo, en algunas tardes de Febrero, cuando la cima del Champaquí resulta desafiada y, tal vez por ello, abre las puertas del cielo que le pertenece para que pasen los rayos del sol.
Al rato pasaríamos por el refugio de Doña Nena, por la Escuela y por la Iglesia. Era tarde de Médico. Era ese día en el mes en el que el médico sube hasta el lugar para ver a los pobladores. Era por ello una tarde inusualmente poblada de gente, bulliciosa de niños.
No quise terminar la jornada sin darme el gusto de pasar otro rato a la vera del río. Y así lo hice, en completa soledad. Así lo hice hasta que las nubes lo cubrieron todo y desaparecieron el cerro, las casas, los senderos y hasta la distancia que me separaba del agua.
En mi libreta habían quedado anotados un título y diez temas.
- Acaba de nacer el Álbum de Febrero- pensé, mientras ingresaba entre las nubes que me separaban del refugio.

 

El camino de la fe
He podido recoger de las tradiciones populares que arrodillado frente a la virgen, en la capilla natural de piedra que se levanta en el desierto que lleva su nombre, con el Champaquí a la izquierda, un hombre no encuentra las palabras para prometer, ni para pedir, ni para agradecer. Sólo le es permitida la posibilidad de confundirse en el silencio, en ese silencio a partir del cual la vida cambia. Porque la vida cambia.
El camino de ascenso está poblado de símbolos de la fe cristiana. El desierto de la Virgen con su capilla natural, el Cristo de Hierro en los metros últimos del ascenso, la piedra bautismal, las cruces que se levantan en todos los picos que se dejan ver, la Iglesia junto a la Escuela, y tantos otros.
Cuando transitaba esos caminos, y muy especialmente en el tramo final del retorno, al arribar al refugio de Moisés López, quise imaginar que hay una presencia que anima la fe de estos hombres: la del cura Brochero.
“No le temo ni a atormenta ni aguacero
porque al frente de la tanda va el curita Brochero”

En ese espléndido lugar, para mi gusto uno de los más lindos de toda la travesía, que todos conocen como el refugio de Moisés López, se ha levantado una capilla en la que se evoca a San José. Mejor dicho, el propio Moisés es quien ha construido la Capilla. Y quiero hacer esta aclaración porque en la mañana del domingo 15, mientras se asaba lentamente el cordero que habríamos de compartir al rato, Moisés, martillo en mano, picaba sobre la piedra que rodea el contorno del pequeño templo con el propósito de crear el espacio para colocar una cerca.
Esta vez la fe no se manifestaba en la presencia de un símbolo.
Era construida por las manos de un hombre. Las mismas manos que abrieron la puerta para que conociéramos el interior de la Capilla.
Seguramente habrá de llegar el tiempo en que las tradiciones y las historias populares que hablan del Champaquí y sus cosas, contarán de los hombres que construyeron la fe en esos lugares. Hablarán por cierto de un tal Moisés López.

El cielo
Del cielo se descuelgan nubes que habitan cielos más bajos.
Cómo decirlo: desde el Champaquí el cielo reparte nubes, y también rayos de sol.
Estando en la cima pudimos ver el nacimiento de nubes que inmediatamente corrían cuesta abajo en un intento desesperado por tapar los escasos claros que resistían sobre el cielo del valle de Calamuchita.
Por primera vez noté que se hacían sentir los 2700 metros de altura.
Hay veces que la felicidad se representa en el hecho de poder tocar el cielo con las manos. Las manos inmersas en un azul celeste profundo, y las nubes naciendo como de la nada.
Hay una especie de correo secreto desde Traslasierra hasta el valle de Calamuchita.
Mensajes aún no descifrados viajan en la cadencia suave de las nubes. Mensajes que contienen las vibraciones de mil historias y leyendas. Y, seguramente, cuando el caminante es atravesado por ese universo de gotitas pasa a formar parte de la gran historia del cerro.

El paso del nicho
Cada tramo de camino está referenciado. A veces un tabaquillo, otras una piedra sobre la que el viento cinceló la cara de un indio o la forma de una bota invertida, dos pinos solitarios en la pendiente, y tantas otras.
El paso del nicho es una de esas referencias.
Después del refugio de Moisés López, la Estancia San José, se abre un paso en la roca y uno desemboca directamente en el arroyo Las Socabonas.
Al mirar hacia atrás descubre un hueco en la piedra, lo que denominamos el Nicho.
Cuenta la leyenda que los Comechingones, originales habitantes de estas tierras, llevaban a sus muertos hasta el punto más alto de las sierras con el propósito de enfrentarlo para bien o para mal a Apu, el Dios del Champaquí. Pero muchas veces el arroyo en su crecida les cortaba el paso, y entonces esperaban que las aguas de Apu se calmaran, y guarecían al difunto en el nicho, bajo la mirada vigilante del más viejo de la tanda, que velaba su descanso en la noche.
Al conocer esta historia pude comprobar que el viento ha esculpido, sobre una de las rocas que se oponen al nicho, la cara de un indio. Un rostro reposado y vigilante. Guardián de los Dominios de Apu.

La noche
La noche del viernes, la primera de la travesía, fue fiel reflejo de lo que había deparado el día: infinita claridad.
Ya en el refugio, mientras esperábamos por una cena que prometía recomponer el cansancio de una jornada extenuante, la noche comenzó a expresarse en una multitud de estrellas. Si, así como lo expreso, una multitud, muchas más de las que jamás hubiese visto.
Una noche abrumadora no sólo por la cantidad, sino por la cercanía de las estrellas.
El cerro Champaquí fue desapareciendo en la noche, lo hizo lentamente. Fue escenario para el lucero , fue una silueta oscura que se tragaba el azul apagado del firmamento, fue devorado por las estrellas.
Nosotros también fuimos devorados por esa noche que nos abrumó con millones de destellos que perduraron aún en el más profundo de los sueños. Quizás tal vez todo fue un sueño.

Los símbolos del sendero
El camino a la cima del Champaquí se puede representar como una sucesión de referencias, que naturales o inventadas van hilvanando el largo camino que separa la Villa Alpina de la cima del cerro.
En estos momentos querría contar con el auxilio de Darío que con dedicación fue anotando todas y cada una de las referencias. De cualquier modo, lo que sigue es un intento, un acercamiento y una humilde exposición de algunos de los símbolos del sendero que, seguramente, no ha de servir como guía ni como mapa, pero que ha de hablarnos de las cosas que poco a poco nos acercan a lo más alto de las sierras cordobesas.
Villa Alpina refleja un intento de recreación de paisajes europeos. La amplitud de la sierras forestadas con pinos, ovejas y cabras pastando en laderas de un verde intenso, una chimenea humeante y las cabañas desperdigadas entre ríos y arroyos conforman la postal de los pueblos de la zona.
Entre pinos desde Villa Alpina se asciende por la “Mesilla”. Se asciende abruptamente, como buscando desesperadamente la cima, pero aún falta una inmensidad. Así entre pinares llegamos a un arroyo, y al cruzarlo encontramos el primer tabaquillo, lo que nos habla de alturas cordobesas.
Hay que continuar ascendiendo hasta encontrar dos pinos solitarios que parecen alejarse en la misma medida que uno se acerca ellos. Después una tranquera, la del “gateado muerto”, una montaña de piedras que parecen haber llovido sobre la sierra y otra hecha de mica.
Y así por un sendero más o menos visible llegamos al mirador “de la bota”. Creo que después de allí entramos en otra dimensión, la dimensión de lo hecho por Moisés López y su familia: la estancia San José.
Luego el paso del nicho como principio de inmensidades de piedra y soledad. El desierto, el desierto de la virgen y la tranquera que abre las puertas a los dominios de Cufré y desde allí el camino al paso de las Lechiguanas o la puerta del Champaquí.
Entramos en zonas de refugios y suenan nombres propios que hablan de hospitalidad: Domínguez, Gonzalez, Escalante, Doña Nena.
Allí está el Champaquí del otro lado del río tabaquillo. Al encontrar “la piedra bautismal” el peregrino recibe la señal de ir por el camino correcto. El camino que nos ha de llevar a la cascada que es como descubrir el paraíso.
En la cueva de los cuarenta late el recuerdo de esos cuarenta jinetes y sus caballos que encontraron en las alturas ese escondite hecho a la medida de su urgencia. Eran tiempos de prohibición y contrabando de tabaco. Eran tiempos en los que se incubaban leyendas. Y de esas leyendas perdura la cueva siempre dispuesta para dar amparo cuando ya nada se espera. Y en la puerta de la cueva el tabaquillo más alto que ha crecido también en lo más alto de las sierras.
Las piedras gemelas se abren como último portal, y con sus brazos extendidos en señal de bienvenida aparece el cristo de hierro dando la bienvenida. Ya en ese punto son muy pocas las dificultades a vencer, tan escasas que el último recuerdo es el del busto del General San Martín reflejado en la laguna de la novia. Don José que, con su mirada puesta en la Cordillera, parece anunciar la bienvenida.

Viaje al centro de la tierra.
Una vez que se atraviesa el paso del nicho uno encuentra el arroyo Las Socabonas. De humilde apariencia ante la inmensidad de las rocas que soportan el paisaje, esconde el secreto de sus crecidas. Porque ese hilo de agua que por instantes desaparece, y al que cruzamos con no más de tres zancadas sobre las piedras, en las crecidas alcanza una altura de más de cinco metros.
Y fuimos a buscar el sitio donde desaparece, donde parece extinguirse.
Ingresamos por una cueva imposible donde la gran humedad dificultaba el equilibrio sobre las rocas. Helechos de todo tipo, menta y peperina impregnaban el aire con el perfume de la s sierras. Pero llegamos a un punto en que ya no había vegetación alguna y tampoco llegaba la luz del sol.
Las luces de las linternas se perdían entre en la oscuridad de las piedras, pero un rumos lejano nos hablaba de una presencia todavía oculta.
Continuamos descendiendo entre cuevas cada vez más estrechas con movimientos que requieren de toda la concentración y toda la fuerza.
El rumor cada vez más cercano se convirtió en un torrente oscuro: el arroyo había vuelto a aparecer y seguía su curso de manera subterránea para volver a encontrar la luz en una quebrada, dando origen a una cascada de cuarenta metros de altura.
Ser preciso en los movimientos para no patinar es el requisito de la salida hasta el sendero de los helechos y la menta, y de la luz del sol.
Esa tarde continuamos con nuestro viaje hacia la cima, pero al regresar nos detuvimos en la cascada. Un salto de cuarenta metros que da origen a otros saltos más pequeños y a sus piletones, en el marco de una quebrada inmensa .
La vimos desde arriba. Haber bajado hasta el cause y tal vez animarse a un chapuzón en los piletones, hubiese tomado muchas horas.
Hubo que contentarse con lo que llegaba a nuestros ojos.
Nos fuimos dejando atrás la cascada que nos siguió desde el tronar de su caída.
Es este, sin dudas es este el lugar al que quiero volver- pensé cuando el paisaje era ya sólo un recuerdo.

La última imagen.
Siempre he pretendido que la última imagen tiene que ser no la que se presenta a mis ojos en el instante final, cuando todo queda atrás, cuando la meta se ha alcanzado y hasta el cansancio es una tibieza que se desvanece, sino la que se exprese y me exprese en el recuerdo de lo vivido.
La última imagen es la de cuatro amigos compartiendo la alegría de estar, de ser parte del regalo de la naturaleza.
El domingo por la tarde arribamos a la Villa Alpina y al rato partimos en la combi que nos llevaría hasta Villa General Belgrano.
Fue durante el viaje, al mirar la mesilla y sus pinares interminables, y la inmensidad de lo recorrido, cuando obtuve el registro de la última imagen.
La última imagen es la de cuatro amigos marchando entre nubes y rayos de sol, por la magia del sendero que conduce al Champaquí.

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